Bautizo perijanero
Mi
primera excursión a la Sierra de Perijá, estado Zulia, Venezuela; fue a la
Estación Biológica de Kasmera, de la Universidad del Zulia. De esta anécdota,
hablaré en otra ocasión. Por otro lado, mi segunda excursión, la más exigente;
fue a Ayapaina. Después de meses de arduo entrenamiento físico y mental, casi
“militar”, llegó el gran día. Estuvimos ascendiendo y descendiendo, durante
casi todo el día. Yo era una “máquina”, adolescente y entusiasta, con mi pasión
naturalista y conservacionista exacerbadas por el “laberinto verde” y los
paisajes casi prístinos, que me sobreestimulaban. Nunca había conocido la selva
pluvial, in situ, y se mostraba indómita, salvaje, hostil, vasta e
impenetrable; aturdiéndome y seduciéndome con su evapotranspiración y
exuberante diversidad de colores, sonidos, olores y texturas. Estaba
hipnotizado, como un insecto seducido por la visión de una Drosera, sin
sospechar de que se trata de una atracción fatal. La selva me envolvía con su
cálido y húmedo verdor. Era una miríada de árboles, arbustos, epífitas y
lianas, árboles gigantes y enanos. Un conglomerado intrincado, caótico y efervescente
de vida. Yo contemplaba la escena atónito, extasiado e insignificante. Ya
avanzada la tarde, estaba resfriado y tenía fiebre y, cargaba una mochila, tan
pesada como si llevase un jabalí dentro. Nos refrescamos un rato en el rio
Negro, luego continuamos el ascenso. Cerca de las seis de la tarde, el cielo
era gris. Densos y amenazadores nubarrones comenzaban a cubrir la bóveda
celeste, acercándose a nosotros con celeridad. Se avecinaba una tormenta
eléctrica. El viento aumentó su velocidad y azotaba las hojas, ramas y
arbustos; los insectos y aves cesaron su canto y huyeron despavoridos. Empezó a
llover. Durante horas, caminábamos cerca del borde del abismo mientras veíamos
las nubes amenazadoras aproximándose, cada vez más cerca. El ensordecedor rugido
del trueno rompió el silencio, acompañado de incandescentes rayos y relámpagos.
La tormenta era brutal e inclemente. La lluvia golpeó inmisericordemente
nuestros cuerpos exhaustos y adoloridos, pero proseguimos la marcha. No
podíamos regresar, no teníamos opción, debíamos llegar al anochecer al
dispensario de Ayapaina. Era nuestro único refugio. La Sierra de Perijá me
“bautizó” con una tormenta eléctrica intensa, incesante e inclemente y no
habían techos ni paredes que me protegieran. Oscurecía, llovió durante horas.
Por otra parte, caminábamos peligrosamente bordeando el precipicio, donde
cualquier paso en falso era la promesa de una muerte segura y, abundantes “ríos
y cascadas” de agua lodosa, amenazaban con arrastrarnos al vacío. ¡La escena
era dantesca! La única luz que guiaba nuestro camino incierto provenía de los
relámpagos, los truenos eran ensordecedores y estremecedores. Seguimos
caminando, durante horas, bajo la tormenta con su resplandor cegador y el
diluvio de agua lodosa, hasta que… ¡Por fin! En plena oscuridad, llegamos al
caserío después de la medianoche, exhaustos y empapados. El aire gélido y el
frío mordían insistente e inclementemente cada centímetro de mi cuerpo, como si
fuesen un cardumen de “pirañas espectrales”. Entramos en la casa y… nos
desplomamos en el suelo, en caótico desorden. Yo estaba empapado, húmedo, sin
ropa seca. Todo se había mojado, ninguna teoría ni entrenamiento previo pudieron haberme preparado para eso. Permítanme darle un consejo a los excursionistas
novicios: sino puedes comprar ropa, calzado y mochila impermeables, envuelve tu
ropa en bolsas plásticas y herméticas. ¡Aprendí bien mi lección! Por las malas
y, ¡nunca la olvidaré! Nadie me preparó para esa calamidad. Temía morir de
neumonía o pulmonía, pero no sucedió esta vez, solo que aún no podía saberlo.
Tampoco podía saber que casi moriría de hipotermia, en los páramos de El
Batallón y La Negra, muchos años después, pero esa anécdota la contaré en otra
ocasión. Al final, vencido por el cansancio, el resfriado, la humedad y el
frío; me quedé dormido. En la mañana del día siguiente, abrí mis párpados
adoloridos y contemplé la cálida luz solar que iluminaba, tenuemente, el
interior de la casa. Me incorporé lentamente y empecé a desperezarme. Otros
hacían lo mismo. Me levanté del suelo y salí del dispensario a contemplar el
amanecer. La escena me cautivó: El sol delineaba, gradualmente, el perfil del
imponente Pico Tetari. ¡Había sobrevivido a mi “bautizo perijanero”! ¡Invicto!
Alvaro
Carrasquel
Crédito: https://www.pinterest.com/pin/241857442459395249/
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